Por Sistema de Información para la Artesanía-SIART martes 19 de marzo de 2013
Este es un especial dedicado a todos los artesanos y artesanas que hacen posible que nuestra identidad y tradiciones se conserven en el tiempo. Gracias por su labor y Feliz Día del Artesano.
Hace una temperatura de 36ºC grados y la sensación térmica dentro de un taller de orfebrería momposina podría definirse como a un punto del derretimiento, literal. Son las dos de la tarde y el viento, el tiempo y los ríos que rodean esta pequeña población en el departamento de Bolívar parecen detenerse.
Las calles laberínticas albergan a comerciantes, pescadores, alfareros, herreros y orfebres, que como esos mundos surreales, parecen haberse quedado en uno de los cuentos de García Márquez: callecitas amarillas llenas de bicicletas, parques perdidos entre iglesias, cementerios que son obras de arte y la vista sobre los ríos que se funden antes de llegar al mar.
Esa es Santa Cruz de Mompox. Y es allí donde se tejen los hilos de una historia tan antigua como la nuestra, de ese espacio que alguna vez fue el punto álgido del comercio que promovían las grandes embarcaciones que navegaban en el cruce de dos de los ríos más caudalosos de nuestra geografía: Cauca y el Magdalena.
Allí, entre patios que fueron construidos previendo las altas temperaturas, en talleres de pisos de concreto, entre el olor a materiales, la humedad del sitio y en el delirar del fuego vivo, parece vislumbrarse un arte cuyos orígenes se pierden entre las artes españolas heredadas de los árabes, mezcladas con ingenio con las de los negros africanos y el arte de los indígenas Malibúes.
Y es en un patio de esos, donde Vicente Gutiérrez aparece con su cara amable y su voz fuerte, vestido con una camisa roja y completamente preparado para la entrevista en la que cuenta cómo el oficio de orfebre lo aprendió de sus ancestros.
Luego, con orgullo habla de sus hijos: Leticia quien parece haberle heredado la habilidad de transmitir el conocimiento sobre la orfebrería, Ana Regina quien le heredó la habilidad para el oficio y José Luis, quien tiene su fuerza y habilidad para negociar. Cada uno con una parte de un hombre de ochenta años que tiene un conocimiento visceral del oficio.
También narra entusiasmado que tienen un pedido grande y deberán invertir mucho tiempo en volver los lingotes de metal cuadrados y fríos, en finos hilos de plata que pronto se transformarán en hermosas mariposas, flores, pescaditos… parece magia. Es allí cuando se comprende cómo la orfebrería momposina, es una mezcla entre alquimia y corazón.
El Profe Vicente, como lo llaman en el pueblo, ha sido uno de los grandes promotores en la conservación de la tradición artesanal en Mompox, al ser uno de los fundadores del programa de orfebrería en los colegios de la zona, una práctica que él asegura se ha perdido por la excesiva focalización de los orfebres en la filigrana.
Luego aclara que “se están perdiendo técnicas como el vaciado, estampe, parrilla y redoblón” al tiempo que con nostalgia recuerda esas épocas en que los herreros creaban herramientas a gusto del orfebre, para que cada uno de ellos pudiera imprimirle su marca personal a cada una de las piezas forjadas en sus talleres.
“Los herreros se han ido muriendo”, sentencia mientras mira hacia un lado como perdiéndose en ese tiempo que le permitió recolectar más de cuatrocientas herramientas que ha logrado coleccionar en toda una vida de trabajo y que su hija Ana Regina, recuerda que aún tiene pendientes a incluir algunas dentro del inventario de herramientas familiar.
Y así entre pescaditos, Cristos estampados, aretes, arras, cadenas de cebada y con la radio tocando vallenatos, porros y fandangos, se llega al taller de Samuel Ricaurte. Él aprendió el arte desde sus quince años, en un paso de taller a taller que hoy, casi treinta años después, lo ha posicionado como uno de los artesanos más reconocidos en el arte de la filigrana.
Al llegar a su taller, rebusca una serie de recortes y escarapelas, con las que sonriente recuerda que su trabajo tiene un valor. al recordar quizá su paso por más de una decena de ferias artesanales. Mientras tanto uno de sus discípulos y quién es también su sobrino, muestra como un pequeño lingote de plata se convierte en una fina flor de filigrana en sus manos.
No es un trabajo fácil este de hacer hilos, se requiere paciencia, pulso, fuerza y convicción, pues Samuel nos recuerda aquellos ya viejos y serios problemas que tiene la población momposina, cuando los ríos que lo rodean parecen estar decididos a llevarse las calles, las casas, los hoteles, las plazas, animales, árboles y los talleres en cada subienda.
“El turismo no llega, este problema de vías que tenemos nos va dejando cada vez más lejos de todo. La Semana Santa pasada solo tuvimos la visita de gente que tiene familia acá”, aclara a la vez que recalca también las dificultades para conseguir préstamos bancarios, los costos de los metales para hacer las joyas y los problemas que ha ocasionado la falta de calidad en las piezas de algunos de los orfebres.
Al final, después de hacer un pequeño análisis sobre la orfebrería local, sólo reitera la necesidad urgente de promocionar y apoyar a Santa Cruz de Mompox como un destino turístico que esté a la altura de su declaratoria como Patrimonio Histórico de la Humanidad en 1985, un apoyo que le de a la artesanía momposina unas alas preciosas como las que se pueden ver en las mariposas que entre hilos de plata, nos revelan también la magia de este lugar.
“Yo toda la vida he vivido en este negocio, en mis casi treinta años de orfebre, y sé que cuando la gente se dedica a saber qué hacer, no anda por ahí delinquiendo”, afirma mientras habla también y con orgullo sobre su producto certificado, que hoy permite que pueda ser un abuelo feliz que ve a sus nietos crecer cada día en un pueblo que da la impresión de ser fantasma.
Así cae la tarde sobre un Mompox mágico cuyas calles, se entrecruzan como se hace con los hilos que allí se tejen, en la historia de una nación mixta.
Mañana hay que madrugar, los transportes públicos salen a las cuatro de la mañana en un recorrido de ocho horas de viaje al punto de partida, 381 kilómetros río arriba que parecen volverse eternos entre la corriente no tan amistosa del Magdalena.
Una historia que se pierde en caminos polvorientos, en chalupas, en buses, en motos y en taxis, pero que perdura en la memoria de los que alguna vez tuvimos la fortuna de caminar en pleno calor del mediodía momposino entre esas plazas de tonos amarillos, en el cruce de dos ríos, buscando un jugo de piña o mandarina para calmar la sed.
Mayores informes:
Vanessa Alejandra Vallejo
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